A continuación insertamos la segunda parte del artículo que Metchnikoff publicó en la revista de divulgación Por esos Mundos, en noviembre y diciembre de 1909 (números 178 y 179). Algunos de los asuntos que trata, por ejemplo del consumo de yogur y su relación con la longevidad, son muy interesantes.
Viene de la primera parte.
«YA dije en el número anterior de POR ESOS MUNDOS a mis bondadosos lectores que existe en el hombre y en casi todos los animales mamíferos un gran número de microbios intestinales cuya presencia en el organismo viviente es perjudicial a ese propio organismo. En efecto: no es de hoy, sino muy antiguo, el aserto de que los microbios instalados en los órganos digestivos del hombre son fuente de graves peligros. No faltó quien los creyera capaces de producir venenos, y por tanto de causar accidentes de intoxicación. En Medicina se hablaba corrientemente de autointoxicaciones del organismo, y estas eran atribuidas en gran parte a venenos segregados por los microbios intestinales. Por ejemplo, todos los síntomas de la constipación, esto es, el dolor de cabeza, las perturbaciones digestivas, las palpitaciones y los movimientos intermitentes del corazón, eran atribuidos alos venenos intestinales.
Siendo el tubo intestinal lugar de putrefacción, y estando considerada ésta desde muy antiguo como nociva a la salud, deducíase que esos microbios, de la putrefacción eran manantial de peligros para el, ser humano. Fue una opinión que se mantuvo indiscutida en Medicina hasta que se la diputó falta de fundamento. Hoy, esa teoría ha sido abandonada, planteándose otra en absoluto opuesta: según ella, la putrefacción intestinal no tiene nada de peligrosa, como lo demuestra entre otros hechos la predilección de ciertos pueblos, como los indochinos, los malayos, los polinesios y los groenlandeses, por el pescado y la carne podridos, lo que no les impide disfrutar de perfecta salud. Por otra parte, parecen robustecer la teoría ciertas observaciones de la ciencia bacteriológica, según las cuales la mayor parte de los casos atribuidos a intoxicación alimenticia se debe a la infección del bacilo tífico, animáculo incapaz de producir la más leve putrefacción.
A lo dicho debe añadirse que, en opinión de algunos bacteriólogos, los intestinos humanos apenas contienen microbios de putrefacción que, por consecuencia, las substancias albuminoideas contenidas en los alimentos, no se pudren en nuestros organismos: cuando más, sólo inician en ellos la putrefacción.
Naturalmente, todas esas cuestiones ha habido necesidad de despejarlas con auxilio de nuevos experimentos, demostrándose que los intestinos humanos son permanente campo de cultivo de tres especies, por lo menos, de microbios de putrefacción. Los más numerosos entre esos bacilos son los descritos por Welch y Nuttal, de Baltimore, siguiendo luego en numero el bacilo identificado por Klein, de Londres, y el bacilo de putrefacción propiamente así llamado, cuyo nombre científico es bacillus putrificus de Bienstock.
Los tres microbios referidos tienen la facultad de atacar las substancias albuminosas transformándolas en peptonas y en una serie de substancias que, a su vez sirven de alimento a otra infinidad de bacterias, entre las cuales la más conocida es el vulgar bacillus coli.
La flora intestinal humana contiene, por lo tanto, los principales microbios de putrefacción. Ocurre, sin embargo, según las nuevas teorías, que mientras dura el estado de vida esos microbios, aunque determinantes de putrefacción, no ejercen sobre el organismo su nociva influencia. Su acción no empieza hasta el momento de la muerte. Por eso, los primeros síntomas de descomposición cadavérica se presentan en los intestinos y en la piel y en los órganos abdominales.
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Pudiérase objetar que, puesto que la putrefacción no es causa de enfermedades, nada debemos temer de los microbios putrificus existentes en el tubo intestinal. Digamos a eso que la putrefacción engendra, no obstante, productos extraordinariamente peligrosos. Ya se ha comprobado desde muy antiguo que la ingestión de carne o sangre putrefacta ocasiona graves desórdenes en el organismo; que si se inyectan en un cuerpo sano, ya bajo la piel o ya en las cavidades, productos de putrefacción, puede sobrevenir rápidamente la muerte. Ahora bien: hase demostrado hasta la saciedad que esos productos ponzoñosos son obra de los microbios de la putrefacción, y en particular de las tres especies descubiertas en los intestinos humanos. La conclusión que de todo ello se infiere es inevitable: nuestro organismo alimenta a microbios que elaboran y segregan violentísimos venenos, sin que en el resto de la flora intestinal falten otros que fabriquen substancias patógenas, como por ejemplo el bacillus coli, que tanto ha venido preocupando a los hombres de ciencia desde su descubrimiento por Escherich en 1885.
Hásele atribuido a dicho bacilo la facultad de ocasionar, entre otras enfermedades, la apendicitis, innumerables trastornos intestinales, los cálculos biliares, la cistolis y ciertas dolencias del hígado. Luego, no faltó quien eximiese al bacillus coli de toda responsabilidad en las mencionadas dolencias, ni quien fuese aún más lejos declarándole una especie de preventivo contra la putrefacción intestinal. Sin ir más lejos, Bienstock comprobó que el bacillus coli merced a su fuerza productora de ácidos, impedía el desarrollo del bacillus putrificus, considerándose, por consiguiente, un poderoso antagonista de la putrefacción.
Esto se halla en verdad en desacuerdo con la realidad de las cosas, pues existen especies de microbios putrificantes que pueden soportar con entera impunidad el escaso grado de acidez de las secreciones del bacillus coli, y lo demuestra el hecho de que en todo estado de putrefacción conviven el microbio productor de la descomposición de las materias albuminosas y el bacillus coli. Este es, por tanto, incapaz de detener el proceso de la descomposición.
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En presencia de semejantes hechos, resulta de extraordinaria importancia el hallazgo de un medio de combatir la putrefacción intestinal, incontestable origen de daños, pues es necesario declarar de una vez que esa putrefacción, no sólo es capaz de producir enfermedades del tubo digestivo, como la enteritis y la enterocolitis, sino ser foco de intoxicación del organismo en sus más variadas manifestaciones.
Hace algunos años, propuse combatir la putrefacción intestinal y sus dañosas consecuencias por medio de los fermentos lácticos. Pensaba yo, al aconsejar el empleó de los fermentos, que, de esa suerte, la acidez producida por los microbios en cuestión tendría más eficacia para impedir la germinación de los microbios putrificantes que la pequeña cantidad de ácidos destilados por el bacillus coli. No se me ocultaban, por otra parte, las dificultades en que habría de tropezar cualquiera tentativa para introducir microbios lácticos en la flora intestinal ya ocupada con antelación por otra muchedumbre de microbios. Sin embargo, hice la prueba eligiendo el microbio láctico, productor el más poderoso de ácidos, y que se encuentra con abundancia en el yahurt o leche agria, preparado en Bulgaria. También he hallado el microbio láctico en el leben de Egipto, y en general en todas las preparaciones de leche agria de la Península Balkánica y de la región rusa del Don.
Como quiera que el efecto antipútrido de los microbios lácticos sólo puede conseguirse a cambio de una absorción, prolongada diariamente y a través de muchas semanas y aún meses, me ha parecido necesario emplearlos solo en cultivos puros. El yahurt como el kéfir, el kumis, y, en general, todas las variedades de leche agria explotadas por el comercio, no me han ofrecido las garantías indispensables, en cuanto contienen también microbios no lácticos, algunos de los cuales son perjudiciales para el organismo. De ahí que haya preferido los cultivos de microbios lácticos preparados con leche esterilizada o simplemente cocida, o con caldos vegetales azucarados. Tales cultivos deben ser tomados en forma de leche cuajada o de infusión azucarada, porque así se conservan mejor los fermentos lácticos. Con todo, hoy se procura reemplazar esa forma de administrarlos por la de pastillas o sellos, desecando antes los cultivos, y también por la de cierto residuo muy rico en bacilos búlgaros.
Hoy, y al cabo de varios años de experimentación, los fermentos lácticos han adquirido carta de naturaleza en la terapéutica. Entre los muchos éxitos obtenidos por ellos citaremos unos cuantos.
El doctor Klotz, de Magdeburgo, famoso especialista en dolencias infantiles, venía ensayando sin resultado cuantos remedios proponía la Ciencia para la curación de las enfermedades intestinales en los recién nacidos. Noticioso de mi hallazgo, empezó a dar a los enfermitos leche cuajada y preparada con bacilos de yáhurt (lactobacilina). Los resultados no se hicieron esperan niños de pecho, o alimentados a régimen mixto, que venían padeciendo perturbaciones gastrointestinales durante muchos meses, reaccionaron y curaron en brevísimo tiempo, sometidos al nuevo tratamiento. Análogas observaciones hicieron diversos médicos alemanes, ingleses y franceses.
Y no solo se han mostrado beneficiosos los fermentos lácticos con relación á los niños. También produjeron, y siguen produciendo, inmejorables resultados en los adultos. No hace mucho, publicó en una revista profesional el doctor Wegele, especialista en enfermedades del estómago, de Königsborn (Westfalia), las observaciones hechas en una veintena de pacientes. Evidencian dichas observaciones que en los catarros crónicos del estómago, con disminución de los jugos digestivos, el yahurt búlgaro, no solo actúa como verdadero alimento, ya que los microbios lácticos preparan la digestión de las materias albuminosas, sino que hace las veces del ácido clorhídrico gástrico. La carencia o la escasez de dicho ácido impide la acción desinfectante, que ejerce el ácido láctico de un modo eficacísimo; y esto es de suma importancia, ya que en el tubo intestinal se desarrollan frecuentes fenómenos de putrefacción. El mencionado doctor Wegele logró curar completamente un caso de disentería tropical y otros varios de descomposición anormal de las materias albuminoideas contenidas en los alimentos.
El doctor Grekoff, en San Petersburgo, sometió a numerosos enfermos de la Clínica de su compañero Sirotinine al tratamiento de los fermentos lácticos: de dieciséis casos, once experimentaron notable mejoría en sus dolencias (casi todos ellos padecían disentería crónica o aguda, como resultado de infecciones intestinales), advirtiéndose ya la mejoría a las cuarenta y ocho horas de tratamiento. Del décimo al duodécimo día, los progresos eran tan evidentes que algunos de los enfermos fueron dados de alta o autorizados para volver a su régimen ordinario de alimentación.
En ninguno de los pacientes tratados por Grekoff pudo definirse con claridad la naturaleza de los microbios determinantes de las perturbaciones intestinales. Por fortuna, en uno de los casos logró aislarse con éxito el agente infeccioso. Se trataba de una mujer de treinta y dos años, enferma de enteritis crónica en el hospital general de Viena. La dolencia se presentaba refractaria a todo tratamiento desde hacía trece años, y había determinado en la paciente un gran estado de demacración. Luego de experimentar en ella, sin resultado alguno, el doctor Bondi innumerables remedios y cambios de régimen, comenzó a suministrarle la preparación de yahurt, cada dos días, sin permitir a la enferma otro alimento. Cesó al punto la diarrea y empezó a aumentar el peso de la paciente. Poco después, se daba de alta a la enferma, completamente curada.
Lo interesante del caso no es esto, sin embargo, sino el haber sido descubierto el microbio predominante en las deyecciones de la enferma. Era el bacilo conocido por la Ciencia con el nombre de bacillus paratyphicus A, muy parecido, por cierto, al que ocasiona la febre tifoidea.
Ahora bien: como quiera que el tratamiento por el yahurt o fermentos lácticos había determinado la paulatina desaparición del bacillus paratyphicus A, en las deyecciones, hasta su total desaparición, y teniendo en cuenta que dicho bacilo volvió a aparecer a los seis meses de dada de alta la enferma y suspendido el tratamiento, no cabe dudar de que no solo pueden los microbios lácticos impedir la germinación de los bacilos de la putrefacción, sino que también son capaces de imposibilitar la vida del bacillus paratyphicus A causante de graves dolencias del tubo intestinal.
Otra ventaja del microbio láctico es que puede ser empleado como preservativo. Nos explicaremos. Hoy es ya un hecho comprobado que existen ciertas personas saludables y robustas que poseen la triste propiedad de llevar con ellas un buen repuesto de bacilos a distribuir generosamente allí donde ponen la planta. Yo puedo dar fe de algunos individuos de esa clase, que, sin sentir ellos la más pequeña molestia, o sólo indisposiciones insignificantes, llevaban en sus intestinos más que mediano surtido de bacilos del cólera, del tifus y de meningitis cerebro-espinal. Esas cajas de Pandora vivientes, al eliminar en sus deyecciones buena cantidad de bacilos, constituían un serio peligro de contagio. Pues como los individuos en cuestión, hay muchos que andan por esos mundos, inobservados, contribuyendo a la propagación de las enfermedades infecciosas. De ahí que se haya pensado en la conveniencia de aislar a todo «conductor de bacilos» averiguado, al menos mientras esté eliminando microbios infecciosos. Pero dicho está que el propósito es irrealizable en la práctica, pues hay personas que continúan eliminando bacilos durante años y más años.
Con objeto de sofocar tan importante origen de contagio decidió no ha mucho el doctor Liefmann, de Berlín, administrar los fermentos lácticos a dos «conductores de bacilos tíficos». El yahurt se preparó con leche desnatada y bacilos lácticos procedentes de una compañía francesa. La cantidad propinada a los «conductores» era de trescientos a seiscientos gramos diarios. Aunque el producto tenía un fuerte sabor ácido, era tomado sin repugnancia por los dos individuos de referencia, cuyas deyecciones, al cabo de algunos meses, llegaron a estar completamente desprovistas de peligrosos bacilos. El experimento no podía, pues, ser más concluyente.
Tenemos, por tanto, que el microbio láctico es tan enemigo mortal del bacilo paratífico como del puramente tífico, y aún del bacilo coli, perteneciente al mismo grupo de los anteriores según han comprobado hace poco los doctores Wejnert y Von Kern, quienes observaron una notable disminución del bacilo coli en el tubo digestivo de individuos sometidos al tratamiento de los fermentos lácticos. Como ya he dicho antes, el bacilo coli, habitante usual del tubo digestivo, es en extremo perjudicial al organismo porque muchos de los venenos por él segregados son terriblemente peligrosos, entre ellos los fenoles, substancias que yo considero como uno de los principales agentes de la vejez prematura. Ahora añadiré que las investigaciones del doctor Belonowsky han demostrado que el microbio del yahurt bacilo del fermento láctico, si no logra impedir el desarrollo del bacilo coli, por lo menos (y ya es algo) se opone a la producción de fenoles.
Y he aquí cómo nos vemos precisados a abordar la tan debatida cuestión de la longevidad, con motivo de los fermentos lácticos. Contra lo que muchos periodistas me han atribuido, declaro no haber dicho jamás en ninguno de mis escritos que la leche cuajada sea el específico para prolongar la vida. Lo que he afirmado, y sostengo, es lo siguiente: que en la vejez prematura desempeñan parte muy principal los microbios intestinales, razón por la cual ha de procurarse modificar la flora intestinal y disminuir la putrefacción de esos lugares.
Para comprender cuan fundamentada está mi hipótesis, recuérdese lo ya dicho acerca de la elaboración de toxinas por parte de ciertos microbios intestinales, y téngase en cuenta que dichas toxinas son absorbidas continuamente por la sangre, ¿Ha de admiarnos que, andando el tiempo, los venenos circulantes por nuestras venas y arterias lleguen a dañar profundamente dichos vasos? Ese bacilo coli, tantas veces nombrado, se distingue por su abundantísima producción de fenoles, venenos que atacan a las arterias acabando por determinar la arterioesclerosis, uno de los principales síntomas de la vejez prematura. Así, debe permitírsenos suponer que todo agente capaz de dificultar el funcionamiento del bacilo coli impidiéndole la elaboración de fenoles puede retardar el decaimiento prematuro de nuestros órganos.Y como quiera que el microbio láctico ocupa el primer lugar entre dichos agentes, tenemos perfecto derecho a suponer que ‘ejerzan una influencia beneficiosa en la longevidad’. Claro es que antes de que esa suposición llegue a ser una realidad confesada es necesario reunir numerosos hechos comprobatorios.
Entre tanto, voy a terminar ocupándome de un caso de longevidad, descrito no hace mucho por el doctor Meyer. Trátase de un individuo que ha llegado a cumplir ciento tres años de edad y que se encuentra bastante bien conservado. Tejedor de oficio, llevó siempre vida sobria y metódica. En la comida sólo conoció una pasión: la sauer-kraut, o sea el repollo con vinagre, del que devoraba grandes cantidades, en estado crudo frecuentemente. Sépase ahora que ese alimento contiene gran cantidad de microbios lácticos, de la misma forma, aunque algo más pequeños que los bacilos del yahurt búlgaro. Y sabida ya la influencia beneficiosa de los fermentos lácticos, no parecerá aventurado asignar al sauer-kraut cierta eficacia para combatir los malos efectos de la flora intestinal.
Naturalmente, es cuestión de importancia secundaria la forma en que se ingieren los fermentos lácticos; lo esencial es ingerirlos, ya sea con la leche cuajada, ya en decocciones vegetales azucaradas, ya en sauer-kraut o en otra clase de preparación. Hoy está fuera de toda duda que el fermento láctico debe entrar en considerable proporción, lo mismo en el régimen alimenticio que en el tratamiento de gran número de enfermedades.
Expuestos quedan abundantes datos acerca del nocivo papel desempeñado por muchos microbios intestinales y acerca de la posibilidad de combatirlos con los fermentos lácticos. Es de esperar que el perseverante estudio del problema lleve a la solución de importantes cuestiones relacionadas con las causas de varias dolencias de los órganos gastrointestinales»

Referencia: Nuestra flora intestinal. La guerra de los microbios [Segunda parte]
Por Elie Metchnikoff
Por esos mundos, Diciembre 1909, pp. 513-517
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