Homenaje a Darwin de los estudiantes de medicina de Valencia (1909). Parte 24

Viene de aquí (parte 23).

Lo primero que hace falta es traer un respeto al individuo, un interés por el individuo, imbuir a todas las gentes una cierta curiosidad por conocer al hombre, y no simplemente por abrir los ojos y ver lo que es meramente externo. Y no es ciertamente esto de ir queriendo inquietar a las gentes, irritarlas, tal vez, buscarles el fondo en que el hombre vive eternamente, no es una tarea grata, como no es tarea grata ninguna en que se toma un cierto tono que sin saber lo que dicen llaman ciertas gentes, despectivamente, místico. Y siempre que se toca esto o siempre que en ello pienso, me acuerdo de un hombre de extraordinarias condiciones, de una de las figuras más ricas, más nobles, más sabias que se dio en el pasado siglo, de José Mazzini. Fue un hombre que elevó el sentimiento de la patria a una religión y sintió la patria con una intensidad verdaderamente mística, y hasta última hora continuó permanente y firme al deber, mal entendido por la mayor parte, porque en medio de aquella manera maquinal y grosera de entender las cosas, resultaba que aquel pensamiento que se elevaba de una manera más que alta, no se elevaba, profundizaba.

Hay un pasaje en los escritos de José Mazzini —cuando habla de la tempestad de la duda, de los tormentos que le asaltaron en un momento al pensar si era lícito que por defender una idea,  su idea, acaso la mía propia, hubiera tanta gente que fuera a la muerte y al destierro— que es una página más llena de contenido ideal, de fuerza, de vigor que yo he leído, y de positiva y honda religiosidad. Cuenta aquel hombre los tormentos. Siento no tener aquí el texto, todo él es una de las páginas de más honda emoción que he leído, y después de hablar de aquellos tormentos que al hombre le atenazaban, llegó a una especie de serenidad; pero ¡ah!, qué serenidad más dolorosa. Decía:
(Aquí leyó el orador unos párrafos de Mazzini)

Hay que ver toda la fuerza que tiene esa “Pace violenta y disperata (esa Paz violenta y desesperada) que acaso es la única fecunda.

Si andamos algunos en guerra con todo el mundo tratando de inquietar a las gentes, como en el lenguaje vulgar, de aguar la fiesta, y no ponerse nunca al lado de nadie, de ir siempre al contrapelo, es porque andamos buscando una guerra con nosotros mismos. Algo anoche os indicaba. La paz es una de las cosas más terrible y más estériles. Yo por mí mismo no la quiero. El día que llegue la paz, que no estoy en guerra con los demás o conmigo mismo, oigo el rumor de unas aguas que andan por debajo, muy por debajo, que me dicen al espíritu cosas que realmente me ponen pavor, y para no oír eso es para lo que anda uno constantemente en guerra, en guerra consigo mismo, en guerra con los demás y en guerra también con Dios.

Y no os escandalice esto, en guerra con Dios, esta es una cosa de que se habla en la misma Biblia, en los mismos sagrados libros, en los cuales hay un pasaje en que se nos habla de la lucha de Jacob con Dios, y como estuvo peleando desde la puesta del sol hasta el rayo del alba, buscando siempre el misterio, buscando la revelación del secreto y no la consigue. Esto es propiamente la religión de la lucha, de la lucha acaso por la lucha misma que es lo que hace al hombre, hombre. Lessing decíalo así: Si Dios me pusiera en una mano la verdad absoluta, pero condenándome una vez que la adquiriese a descansar en ella, y en la otra el anhelo de alcanzarla, pero sin haberla nunca de conseguir, le diría: “Señor, dadme este anhelo de buscar la verdad. La verdad absoluta es para ti solo”. Yo creo que haría lo mismo que Lessing.

¿Qué vas haciendo? le dicen una vez a uno. Qué sé yo. Sembrando, diciendo ahí al azar del camino, las cosas que al azar del camino se le van a uno ocurriendo. Sembrando para ver si un día puede recogerse.

¿Que no me entienden? ¿Y qué más da? Con tal que yo me entienda y además demuestre o trate de demostrar que se puede vivir y vivir en sociedad, y vivir en nuestra sociedad española, teniendo una cierta estimación pública, no encontrando grandes dificultades, y aún más en un caso concreto, teniendo una cierta posición social de carácter público y decir uno todo lo que se le ocurre, hablar limpiamente y con el corazón en la mano, sin que le toquen a uno para nada y haciéndose respetar.

Demostrar que se puede en este país ocupar tranquilamente ciertos cargos sin ser hipócrita, porque hay quien cree que una de las condiciones para la conservación de las preeminencias, de los honores y de los cargos, es la hipocresía. (Grandes aplausos).

Y aunque  no fuese más que esto, no el valor de lo que uno dice, sino esta simple acción de presencia, esta lección continua, y ahora voy a decir más —porque en este país se está calumniando siempre al Estado, — de que si hay hoy algo que sea un poco tolerante en España, en ese tan calumniado Estado, que es mucho más tolerante que la sociedad misma, cree que la lección es bastante y no hace falta más.

Acaso hace quince años, hace veinte —en eso apelo a todos los que son mayores que yo y que han podido conocer aquella época mejor que yo— creyeron que no era posible tener aquí ciertas posiciones que dependen, después de todo, del arbitrio público no haciendo una especie de profesión de ortodoxia. Eso puede hacerse hoy tranquilamente, y no hay cuidado ninguno. Basta tratar de buscar siempre dos cosas, pero la una en la otra. Tratar de buscar la verdad y la vida. La verdad en la vida y la vida en la verdad.

Yo no sé si se llega a alcanzar, eso ¡no importa!, la cuestión es buscarlo, y cuando haya hombres, hombres que hayan hecho una personalidad, que hayan conseguido una especie de filosofía, una concepción unitaria de la vida, que se hayan preguntado de dónde vienen y adónde van, aunque no hayan encontrado la respuesta, yo por mi parte no la he encontrado, y se lo estén constantemente preguntando, entonces podrá haber patria y entonces podrá haber pueblo y entonces podrá haber ciudad. Y esto de la ciudad tiene una gran importancia. Hace poco, como una de las cosas más simpáticas del movimiento catalán es la exaltación continua de la ciudad y hasta la escriben con letra mayúscula, y me parece muy bien, alguien me decía un día: “Pero si todo ese catalanismo no es más que barcelonismo”. Y le contesté: “Es natural. Así es y así tiene que ser”.

Sucede exactamente lo mismo que ocurre en mi país. Casi todo eso del bizcaitarrismo que habéis leído no es más que bilbainismo. Eso nació en Bilbao, se ha extendido de Bilbao a los pueblos y en Bilbao es donde tiene su núcleo.

Es, naturalmente. la conciencia de una región. Es la ciudad. Y donde no hay ciudad y ciudad que sea ciudad, que tenga conciencia de ciudad, no existe región. El aldeano no es regionalista en ninguna parte; tendrá un traje, tendrá una lengua, o un dialecto, o una manera de hablar; pero no siente esas cosas. La conciencia de un país es una ciudad, y lo que hay que hacer es extender el espíritu de la ciudad a los campos y no el de los campos a la ciudad. El campo está muy bien para las descripciones literarias, que generalmente las hacen los que no son campesinos, porque el que siente el campo y el paisaje no es el que vive en el seno de él, sino que es el señorito que va desde la ciudad al campo. El campo está muy bien para esas exaltaciones más o menos líricas, pero en otro sentido.

(Continuará) El Pueblo, 24 de febrero de 1909.

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